Javier Corral Jurado
“Sin pruebas de ADN que permitan identificar científicamente los cuerpos de los 43 normalistas de Ayotzinapa, el gobierno federal, en la voz cansada del Procurador General de la República, salió a ofrecer un conjunto de indicios que permiten suponer que los estudiantes desaparecidos están muertos. (…)”.
Senador, Javier Corral Jurado |
Domingo 9 de noviembre de 2014
Sin pruebas de ADN que permitan identificar científicamente los cuerpos de los 43 normalistas de Ayotzinapa, el gobierno federal, en la voz cansada del Procurador General de la República, salió a ofrecer un conjunto de indicios que permiten suponer que los estudiantes desaparecidos están muertos. Los testimonios de tres detenidos y los hallazgos de cenizas y fragmentos de huesos humanos confirman, jurídicamente, una matanza de personas de proporciones inauditas, de horror y profunda perversión humana. Las autoridades no pueden afirmar que son los normalistas porque el nivel de calcinamiento de la pira que los quemó borró hasta el ADN. Pero todo indica que lo son. La mente criminal que llevó a cabo esa bestialidad, en fríos cálculos y pleno conocimiento de lo que hacía buscó eliminar toda huella. El relato de los hechos sobrecoge y expone la pudrición que puede habitar en las personas, la descomposición social, la pérdida absoluta de la dignidad personal.
Quizá pasen otras semanas o meses para que el laboratorio austriaco realice los estudios mitocondriales y se pueda sumar la opinión científica a la indagatoria, pero cada día estará más alojada en la opinión pública la idea de que los normalistas fueron asesinados y son de ellos las cenizas y los pedazos de huesos que se recolectaron en el Río San Juan. ¿Porqué así, con tanta saña y desprecio?, ¿Porqué decidieron matarlos, incinerarlos?, ¿En serio puede ser atribuido a una sola pareja, por más infernal que nos parezca la que forman José Luis Abarca y su esposa?, ¿Cuál es el verdadero móvil de esta tragedia?. Esa es la pregunta que subsistirá porque hasta ahora, la PGR no ha aportado un sólo elemento. Es probable que desacreditados en la confianza ciudadana, sin credibilidad alguna, el gobierno ya no sea capaz ni de decir la verdad.
Por eso Ayotzinapa, además de profundo dolor, nos deja una confirmación indiscutible: el régimen político está agotado. Su desenvolvimiento pasmoso y retrasado a lo largo de los hechos, la desconexión del discurso político de la clase gobernante con la exigencia social en la calle, la persistencia del pacto de impunidad entre la clase política, la rapiña de los partidos en la raja electoral de la tragedia, la guerra intestina de odios y temores en la izquierda mexicana y la incapacidad e insensibilidad del Presidente de la República que hoy mismo se fuga temporalmente a China, demuestran ese agotamiento.
Ese agotamiento es una ausencia profunda de responsabilidad ética, jurídica y política, que tiene que ver también con incapacidad e incomprensión de una amplia gama de actores políticos, sociales, empresariales, para asumir la realidad y trabajar en una perspectiva de largo plazo; es la negación reiterada entre quienes tienen poder público para aceptar los valores esenciales de una democracia y un estado de derecho moderno. Nadie quiere renunciar a sus ventajas indebidas, privilegios y canonjías especiales. Quién está en el poder, quiere seguir ganando con ventaja. Y la ley, que debiera ser el instrumento por excelencia de la concordia, es un valor absolutamente negociable en nuestro régimen.
Hace un par de semanas escribí sobre ese fracaso que constituye el llamado Estado de Derecho. ¿Quién realmente cree que en México se persigue la corrupción sin distingos ni favoritismos? Porque la complicidad de distintas instancias gubernamentales con el narcotráfico, tiene sustento en una corrupción que trasciende lo policiaco, o las políticas de seguridad; es la debilidad institucional para llegar hasta las últimas consecuencias en el castigo a conductas desviadas, actos de corrupción, omisiones o violaciones a la ley, y para sentar precedentes ejemplares de sanciones administrativas, políticas y penales. Los actos de persecución a la corrupción política son selectivos en un sexenio, con propósitos de afianzamiento del poder al inicio de una administración, estrictamente mediáticos o para justificar acciones de mayor control autoritario. No hay un verdadero sistema de responsabilidades públicas, carecemos de un ejercicio institucionalizado de rendición de cuentas, falta una acción regular, imparcial y decidida de los ministerios públicos. Por el contrario, persisten vastas zonas de opacidad, ocultamiento y protección. En ello radica no sólo el descrédito de la cuestión partidista y el concepto de lo político, sino el derrumbe del principal recurso en el que se finca un auténtico sistema democrático: su legitimidad.
Los principales centros de decisión en el país están corrompidos. Las componendas y los disimulos en los poderes y los niveles de gobierno están a la orden del día, empezando por el Congreso. Apostados en una montaña de dinero del que no se le da cuenta a la sociedad, miles de millones de pesos, los órganos de dirección de las cámaras y los coordinadores parlamentarios operan con base en la repartición de prebendas económicas y etiquetas presupuestales. Y presumiblemente desde ahí, se pretende lanzar una agenda anticorrupción. El mismo Congreso del que han salido integrados bajo el sistema de cuotas partidistas, los principales órganos reguladores de los intereses económicos, de las contiendas electorales, de los medios de comunicación, del acceso a la información y los órganos de justicia, incluidos los nombramientos de Ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, enmudecidos ante la crisis de los derechos humanos. Ese es el problema de fondo, el Pacto de Impunidad y conveniencias mutuas que trastoca la verdadera institucionalidad por manejos facciosos, aprovechamientos personales, intereses estrictos sobre el interés general. El ratereaje e impunidad de varios Gobernadores, como el de César Duarte Jáquez en Chihuahua, es una provocación a la rebelión social.
Por eso también el agotamiento es un déficit de ciudadanía en el orden público y social. Sin embargo la corrupción y la impunidad son los ejes esenciales por donde se vacía todos los días cualquier idea de participación ciudadana o donde se justifica; el desdén se convierte en muchas cosas, no sólo en decepción, desánimo, abulia, sino en odio, rencor y violencia. Nada lastima tan profundamente a la gente que, a la falta de oportunidades, la desigualdad social y la pobreza, se le sume la corrupción de los funcionarios públicos y el disimulo de la autoridad.
El agotamiento de nuestro sistema es una profunda resistencia para ser modernos, para hacer triunfar la razón sobre el dogma y el autoritarismo. Parece intrínseca a la naturaleza del sistema político mexicano su carácter corrupto y corruptor. Damos la impresión que habitamos un mismo país, pero somos incapaces de convivir en definitiva con nuestra diversidad y pluralidad. No queremos asentar de manera definitiva en nuestras relaciones sociales y políticas, la democracia, el derecho y la justicia. Son múltiples pues, las resistencias que sofocan la marcha del país. Y son medios, los mirajes de los dirigentes partidistas que creen que con pactos de fachada saldrá el Estado de su crisis. En el fondo el problema es mayúsculo: tenemos un Presidente de la República que sólo se concibe Presidente de la clase política y no de una Nación. Gobierna sólo sobre las cúpulas partidistas, porque las tiene controladas a partir de sus conductas vulnerables y debilidades conocidas. Pero esa distancia es el principal caldo de cultivo para que haya una profunda rebelión social ¿será capaz de cambiar el sistema antes de que ello ocurra?.
Es la hora de cambiar y transformar, seriamente, las instituciones del país; sacudir la estructura del régimen político, si no queremos ser de manera consistente la vergüenza ante el mundo, como ahora lo somos. En un reciente reportaje, la revista The New Yorker, se preguntaba si¿Pueden 43 jóvenes inspirar una nueva revolución en México?. Quizá eso no acontezca, pero sídetonar uno de los cambios más profundos al diseño de nuestro régimen, si hay clase política capaz de comprender el momento que vivimos.
P.D. A propósito del deterioro institucional y los signos ominosos de corrupción e impunidad, de la incapacidad para entender el delicado momento actual que vive el país, está el caso del enriquecimiento inexplicable de César Duarte Jaquez, Gobernador de Chihuahua y la manera en que pretende salir al paso de la vigorosa denuncia penal que interpuso en su contra Jaime García Chávez, un prestigiado líder de izquierda y luchador social indiscutible de mi Estado. Se le ha respondido con una campaña de calumnias y descalificaciones personales, a la que de manera vergonzosa se han sumado varios directivos de instituciones educativas superiores de Chihuahua, encabezadas por el rector de la UACH, Jesús Seáñez Sáenz, Silvia Guadalupe Silva Chávez, Daniel García Coello y José Luis García Rodríguez, como si realmente esas opiniones representaran algún contrapeso moral. No recuerdo sinceramente un acto de tanto servilismo, de tanta indignidad, de tanta cobardía, de algún rector chihuahuense o autoridad educativa a un Gobernador de mi Estado, como el desplegado que suscribieron además del rector de la UACH, el secretario general Saúl Arnulfo Martínez Campos, y los directores de las facultades Enrique Carrete Solís, Francisco Javier Flores Rico, Luis Alberto Fierro Ramirez, José Guadalupe Benavides, Luis Raúl Escárcega Preciado, Erick Germán Valles Baca. ¿De dónde se puede sacar tanta pusilanimidad para prestarse a ser usados en la defensa de un tirano, que además ha resultado un saqueador del estado?
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