“(…). Se extiende la sospecha de que México no tiene presidente, sino solamente un administrador de cuarto nivel de negocios e intereses ajenos.”
Doctor John M. Ackerman |
Lunes 7 de septiembre de 2015
La calcificación del putrefacto sistema autoritario PRIista tarde o temprano generará la derrota del mismo. Las mentiras en el caso de Ayotzinapa, los acomodos simuladores en el gabinete presidencial, el cínico carpetazo del caso de la Casa Blanca y el discurso de autoalabanzas en Palacio Nacional, con motivo del tercer informe de gobierno, hablan de una enorme falta de creatividad y liderazgo entre los hombres y las mujeres que rodean a quien despacha en Los Pinos. Se extiende la sospecha de que México no tiene presidente, sino solamente un administrador de cuarto nivel de negocios e intereses ajenos.
La vía institucional está cancelada. El estilo caciquil y mafioso del “nuevo” PRI ha logrado infectar todas las instituciones supuestamente públicas del país. El espectáculo de aplausos huecos de los titulares de los órganos y organismos del Estado mexicano en el acto informal de presentación del informe fue una estampa de la total sumisión de los poderes públicos a la voluntad del máximo líder-títere de la nación.
Antes, durante el periodo de la esperanza democrática de la década de los noventa y a principios del siglo actual, el presidente de la República tenía la obligación de presentar personalmente su informe ante el Congreso de la Unión. En un importante ejercicio de equilibrio de poderes, frecuentemente recibía allí fuertes críticas y cuestionamientos de los partidos opositores.
Hoy, en cambio, el jefe del Ejecutivo solamente está obligado a enviar el informe por escrito al Poder Legislativo. Fue el mismo Manlio Fabio Beltrones, populista sonorense que sigue el ejemplo de Plutarco Elías Calles, quien impulsó este cambio legal cuando era senador de la República.
Aprovechando el nuevo formato, Peña Nieto ha podido recuperar la vieja práctica autoritaria del “Día del Presidente” por medio de la organización de un fastuoso evento en Palacio Nacional, sin base constitucional o legal alguna, donde él dirige un discurso profundamente ideológico y demagógico a un ejército de leales soldados priistas.
México cuenta con instituciones mucho más débiles que Guatemala. En el país vecino del sur el Ministerio Público, el Poder Judicial y la Comisión Internacional Contra la Impunidad (CICIG) han demostrado la fortaleza y la independencia necesarias para actuar en contra tanto del primer mandatario del país como de la vicepresidenta de la República. Pero en México ninguna institución ha podido –o ni siquiera lo ha intentado– acabar con el régimen de impunidad y complicidades caciquiles que mantienen a la casta de corruptos en el poder.
Las conductas del INE y del Tribunal Electoral en los casos de Monex y del Partido Verde, así como la negativa de la Suprema Corte para abordar a fondo la consulta sobre la reforma energética y el despido injustificado de Carmen Aristegui, evidencian la plena subordinación de esas instituciones. Y constituye una vergüenza internacional la negligencia criminal de la Procuraduría General de la República, ya sea bajo el mando de Jesús Murillo Karam o de Arely Gómez, frente a las constantes masacres de inocentes y la represión incesante de activistas y periodistas.
La buena noticia, sin embargo, es que la sociedad mexicana es igual o más consciente y fuerte que la guatemalteca. Los dos pueblos tienen raíces históricas comunes y contextos políticos similares. De acuerdo con Latinobarómetro, Guatemala y México encabezan la lista de países latinoamericanos con mayores niveles de desconfianza y descontento ciudadanos en las instituciones “democráticas” realmente existentes. Ambas naciones tienen la fortuna de contar con poblaciones que no se conforman con las típicas simulaciones de la clase política neoliberal.
Sin embargo, en dichos países la desesperación y el desánimo populares, junto con una buena dosis de fraude electoral, impulsaron el retorno al poder de fieles representantes del viejo sistema autoritario. En 2011 llegó a la presidencia de Guatemala un general represor, Otto Pérez Molina. Después, en las elecciones mexicanas de 2012, conquistaría Los Pinos el más fiel representante del viejo PRI caciquil del Grupo Atlacomulco, Enrique Peña Nieto.
Posteriormente, ambos pueblos se darían cuenta de su grave error. Primero en México, en 2014, surgiría una enorme movilización popular a favor de la justicia, la paz y las libertades democráticas a raíz de la desaparición de los estudiantes de Ayotzinapa. Enseguida, en 2015, los guatemaltecos se inspirarían en el ejemplo mexicano y también se levantarían en contra de su retrógrado presidente corrupto y asesino.
La diferencia clave entre Guatemala y México es que en el país vecino algunas instituciones clave se encuentran del lado de la esperanza ciudadana. En México no hay una sola.
La única posibilidad de transformación en México es entonces por la vía de la política, en el mejor sentido de la palabra. No tiene ningún sentido acudir a las instituciones corrompidas para rogarles su apoyo o exigirles que cumplan su mandato constitucional. Lo que hace falta es organizarnos como ciudadanos en un gran frente a favor de la justicia social. En esta tarea será necesario deshacernos simultáneamente de sectarismos antipartidistas, mesianismos independentistas y oportunismos electoreros. Caminemos juntos para conquistar y transformar el poder público, dando pie a un nuevo régimen de libertades, igualdades y derechos democráticos.
www.johnackerman.blogspot.com
Twitter: @JohnMAckerman
Publicado en Revista Proceso No. 2027
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