Por Elios Edmundo Pérez Márquez.
Viernes 10 de junio de 2016
Hubiéramos querido permanecer así, callados, ocultos del mundo, para que el mundo no supiera qué pasaba con mi risa y con su miedo, y que el tiempo se extraviara en una suave sensación de viento y no llegara a separar su mano que temblaba de ansiedad, debajo de la mía.
Elios Edmundo Pérez Márquez |
Pero necesitábamos hablar, decirnos todas las cosas que llevábamos guardadas en el alma, todos los recuerdos acumulados por el paso de los años, todos los deseos, todos los sueños.
Verla ahí, las mejillas encendidas de rubor, como una adolescente, el cabello revuelto, cayendo sobre la perlada de sudor, y esa tímida sonrisa en sus labios, que dibujaba en su rostro un gesto de malicia, como el de una niña que está haciendo una travesura.
Verla aquí, nerviosa y excitada, mirándome fijamente, con esos enorme ojos azules de mirada tan profunda, como si fuera a llorar, como si fueran a derramar el océano en un instante.
Verme a mí, callado y feliz, apretando su mano para no dejarla ir, viendo sus ojos y reconociendo su voz, para cerciorarme que era ella y que estábamos aquí, vivos los dos, después de tanto tiempo.
Me había quedado muy solo desde su partida, desde que se encaprichó y se escapó de su casa, con aquel profesor de biología que la miraba con morbo y con deseo, sobre todo, cuando jugaba básquetbol, envuelta en esos shorts, tan entallados, que resaltaban las formas de su cuerpo y que, por alguna extraña razón, se adueñó de su voluntad.
Un profesor al que no amaba, pero que le decía lo que quería escuchar, le cumplía todos sus caprichos y aparentaba dejarse manipular, con tal de obtener lo que quería; un hombre con el que, a pesar de la golpiza que le di, se siguió viendo a escondidas, burlando la vigilancia de sus padres, que no lo aceptaban, ya que era mucho mayor que ella y de quien, finalmente, quedó embarazada y una noche, con su ayuda, se escapó por la misma ventana en que, alguna vez, tuve que amenazarla con tirarme, si no abría la puerta.
Nunca más la volví a ver ni a saber de ella hasta que, esta noche, al pasar por estas sórdidas callejuelas, en busca de un poco de placer barato, a pesar de su vestimenta, tan estrafalaria, la reconocí entre un grupo de mariposillas, y no me hizo falta más que un instante para comprobar que Dios puede perdonar, pero el tiempo es implacable y no perdona a nadie.
Verla fue como verme a mí mismo en un espejo y tener que aceptar la realidad. No se requería ser adivino para comprender que, al igual que a mí, la vida le había ganado la batalla.
De joven, sin pertenecer a una familia rica, tenía unos padres que la adoraban y se desvivían por complacerla y darle todo lo que pedía, ya que era su única hija.
A diferencia de sus compañeros de escuela, que pertenecíamos a familias proletarias y vivíamos amontonados en reducidas viviendas de una miserable vecindad, ella vivía en casa propia, tenía una recámara para ella sola y poseía todos los objetos y comodidades que podía desear una muchacha de su edad. Nada de lujos; su padre era un modesto comerciante, pero lo suficiente para no saber lo que era el hambre a las once de las mañana, estudiar sin libros o tener que pedir unas monedas en la calle, para el pasaje de regreso.
Hoy era otra mujer; lavaba ropa ajena, tenía dos nietos que, en las mañanas cuidaba, para que su hija fuera a trabajar; le preparaba la comida y dormía con otro hombre, al que tampoco amaba y que, por la edad, podía ser su padre, pero que la mantenía, le daba todo lo que tenía y, eventualmente, para completar sus gastos, a escondidas de él, se prostituía
Y yo, estudiante de los mejores, activista, cabello largo, miembro del comité de lucha, peleonero, intransigente, hecho en la calle; hoy, oscuro chofer de microbús, águila mutilada, siempre con un pie en el hospital y otro en la cárcel; alcohólico, burla de mis hijos, arrimado, víctima del patrón, de los agentes de tránsito y de una mujer a que ya no amaba, si es que alguna vez la amé, pero que seguía a su lado y le daba todo lo que tenía, a cambio de la posibilidad de morir de viejo.
Qué lejos habían quedado nuestros sueños de transformar al mundo y vengar la sangre derramada, de unirnos a la guerrilla, realizar secuestros, derrocar al gobierno burgués, implantar la dictadura del proletariado e instaurar el socialismo.
Qué lejanas nuestras discusiones con los profesores, a los que acusábamos de ser todo contra lo que lucharon a los veinte años. Qué lejos la idea de vincularnos a los sindicatos y localizar a ese ingeniero que acababa de salir de Lecumberri y que pretendía formar un partido político de auténtica oposición y que, ahora, no nos acordábamos ni de su nombre.
Fue, entonces, cuando deslizó su pañoleta por mi rostro y me tapó los ojos, haciéndome recordar aquella lejana tarde que, por esas cosas extrañas que tienen las mujeres, me encerró en su habitación y no me dejó salir hasta que me vio decidido a saltar por la ventana.
Esa mañana, después de la segunda clase, me pidió que la acompañara a su casa, para recoger unos libros que había pedido prestados en la biblioteca y que, ese día, tenía que devolver.
Cerca del mediodía, llegamos a su casa. Sus papás no estaban y, no sé si ya lo tenía planeado o, tal vez, eso le dio la idea y le infundió el valor que necesitaba para hacer lo que hizo.
Ya dentro de la casa, con el pretexto de darme una sorpresa, me vendó los ojos con una pañoleta y me condujo, por la escalera, hacia su habitación.
No me percaté de que cerró la puerta por dentro y ocultó la llave. Estaba demasiado nervioso y excitado, para darme cuenta de lo que sucedía a mi alrededor. En el fondo, estar a solas en su casa, me causaba una emoción desconocida, que me hacía temblar de los pies a la cabeza. Era una sensación extraña, difícil de describir; mezcla de miedo y ansiedad, en la que, al mismo tiempo, me daban ganas de reír y de llorar.
Yo la amaba sinceramente; con todo el arrebato y la inocencia de mis quince años. Jamás había sentido por nadie lo que sentía por ella. Sin embargo, de un tiempo a esta parte, la deseaba y no pensaba en otra cosa que en hacerla mía.
No era para menos. Además de ser una novia, estudiosa y solidaria y, a pesar de que apenas era una adolescente de dieciséis años, estaba bastante desarrollada para su edad y ya poseía el cuerpo escultural, de exuberantes formas, que la habían convertido en la muchacha más popular y asediada de la vocacional.
Por eso días, habíamos rebasado los límites del amor platónico y, todas las noches, antes de despedirnos, practicábamos ese peligroso y excitante juego de besos apasionados, caricias prohibidas y frases ardientes, con que tratábamos de mitigar esa ansiedad que nos quemaba por dentro.
Pero, todo lo anterior, había sido en un jardín, cerca de su casa, protegidos por las sombras de la noche y temblando de miedo y deseo, ante la posibilidad de dar el paso final o que la policía nos detuviera, bajo el cargo de faltas a la moral.
Sin embargo, ésta era la primera vez que nos encontrábamos solos, sin testigos, a salvo de posibles miradas indiscretas y, aunque existía el temor a que sus padres regresaran de improviso, en esos momentos, podía mucho más el morbo, el deseo y la inquietud de lo prohibido, que cualquier otra consideración, y estábamos dispuestos a correr el riesgo.
Durante un buen rato, permanecí de pie, con los ojos vendados, sin saber en qué lugar de la casa me encontraba, hasta que, por fin, retiró la pañoleta de mi rostro y pude ver que se hallaba completamente desnuda.
No hubo ninguna sorpresa. Yo sabía que, tarde o temprano, algo así sucedería y que sólo hacían falta el momento y lugar adecuados y, desde que me dijo que sus papás no estaban, adiviné lo que quería y tuve la certeza de que no se iría sin obtenerlo, sobre todo, porque yo también deseaba algo que ella tenía.
No tuvimos que decir una sola palabra. Me bastó con ver el intenso fulgor de sus ojos, inmensamente azules, para comprobar que estaba tan nerviosa y excitada como yo y dispuesta a jugar con fuego. Ambos sabíamos lo que queríamos y estábamos conscientes de que una oportunidad así, difícilmente se volvería a presentar.
Pensé en sus papás, que eran las únicas personas, en el mundo, que me habían apoyado para seguir estudiando. Ellos confiaban en mí, me consideraban un miembro más de su familia y, podía afirmar, que me trataban como a un hijo.
Sin darme tiempo a reaccionar, ella me tiró en la cama, se montó sobre mí y comenzó a besarme y acariciarme como nunca antes, mientras trataba de despojarme de mis ropas.
No me pude resistir a las caricias, cada vez más atrevidas y excitantes, y me dejé conducir esas manos que, primero, me despojaron, una a una, de mis prendas y, después, llevaron mis manos hacia los rincones más íntimos y ocultos de su cuerpo: lugares que yo, ni siquiera sabía que existían; que jamás imaginé que una mujer tenía y que, al tocarlos por primera vez, me provocaron sensaciones de placer que no había experimentado nunca.
No supe cuánto tiempo pasamos gozando nuestra desnudez; oscilando entre el bien y el mal, dando vueltas al borde del abismo, a punto de caer en él y haciendo hasta lo imposible para no sumergirme en ese torrente de pasión desenfrenada que me hacía olvidar todos mis principios y despertaba mis instintos de hombre.
Sin embargo, el temor a que sus papás pudieran llegar en cualquier momento, no me permitía concentrarme en lo que estaba haciendo. Pero no sólo era el temor, sino además y sobre todo, un gran remordimiento de conciencia, por estar a punto de traicionar a las únicas personas que confiaban en mí y me trataban como a un ser humano.
Entonces, me detuve, antes de que sucediera algo irremediable; corrí a la puerta y traté de abrirla, pero fue cuando descubrí que estaba cerrada con llave.
A esas alturas, ella ya no estaba para andarse por las ramas, ni yo para negarle nada. Así que, cuando volvió a tomarme por asalto, no sólo le permití actuar con entera libertad, sino que, una vez más, me dejé arrastrar hacia el borde del abismo, pensando que, si sus papás llegaban, habría tiempo suficiente para ponernos la ropa y aparentar que no estábamos haciendo nada malo.
En un gran esfuerzo, volví a la realidad y me detuve. Eran mucho más fuertes el respeto y agradecimiento hacia sus papás, que un momento de placer y me separé; corrí a la ventana y, lo único que se me ocurrió, sin importarme poner en duda mi hombría, fue amenazarla con saltar al vacío, si no abría la puerta de inmediato.
No sé si fue lo mejor que pudo pasar. En aquel momento, creí que sí y, antes de que regresaran sus papás, nos vestimos y salimos a la calle, esperando que el aire fresco aclarara nuestros pensamientos.
Así fue. Al cabo de un rato, ya estábamos más calmados, con la conciencia tranquila y hasta hicimos algunas bromas acerca de las características de nuestros cuerpos, y decidimos celebrar, ese acto de valor civil, con unas quesadillas y un refresco, en la esquina de su casa.
Ahora estábamos aquí, años de distancia, y ella trataba de taparme los ojos en la misma forma y yo lo recordaba, no podría olvidarlo jamás, porque me había salvado la vida.
Era el 10 de junio de 1971, y estábamos en el puesto de quesadillas cuando, por la radio, dieron la noticia de la matanza de estudiantes, perpetrada por los Halcones, un grupo paramilitar, auspiciado por el gobierno.
Yo había quedado en reunirme, con unos amigos , frente al cine Cosmos, en la calzada México-Tacuba, donde fueron ametrallados cientos de compañeros y ella, gracias a ese momento de locura, del que me contagió, me hizo olvidar ese compromiso, en el que pude encontrar la muerte.
Dos años después, al verme platicando con una muchacha, intentó darme celos con el miserable profesor de biología y fue seducida por su experiencia y falta de escrúpulos. Unos días antes del golpe de estado en Chile, huyeron juntos y yo abandoné la escuela para siempre.
Entonces, la vi, como si no la hubiera visto nunca, y me di cuenta que era gorda, estaba muy avejentada, se teñía el cabello y le faltaban varios dientes. Observé sus prendas de vestir, desgastadas y corrientes, sus zapatos rotos y su grotesco maquillaje.
No obstante, estábamos felices. Habíamos pasado juntos los instantes más maravillosos de nuestra adolescencia y de nuestras vidas, y no teníamos nada de que avergonzarnos.
Probablemente, para el resto de la gente, pasábamos desapercibidos y les éramos indiferentes y si, en ese momento, desapareciéramos, no le haríamos falta a nadie; nadie nos extrañaría y, en cuantos días, nadie se acordaría de nosotros.
No nos harían un homenaje, ni una misa de cuerpo presente; no nos darían una medalla, no aparecería una esquela en los periódicos, ninguna escuela llevaría nuestros nombres y, en los libros de texto, no se hablaría de nosotros. Éramos estrellas apagadas, pájaros sin rumbo, flores arrancadas a una planta, para irse marchitando poco a poco.
Pero estábamos aquí, solos los dos; la podía ver y tocar, y ya no había nada qué temer. Total. Así como no le hacíamos falta a nadie, nadie nos rechazaba. Podíamos entrar a las iglesias, ir de compras al supermercado, abordar el autobús y solicitar consulta en el hospital. Todos nos aceptaban: el chofer del taxi, la cajera del banco, el recolector de basura y el locutor de radio.
Y es que, tal vez, sólo tal vez, la razón de nuestras vidas era estar juntos para siempre y así, unidos, enfrentar la adversidad y el fracaso. Desgraciadamente, el destino nos hizo una mala jugada y nos separó cuando más falta nos hacíamos el uno al otro, ya que, cada quien por su lado, no éramos nada.
Un capricho del destino nos enfrentó a vivir una vida que no nos correspondía y no habría final feliz. Por lo tanto, la alegría no podría brotar jamás, de sus ojos, ni en los míos.
De repente, el silencio, cómplice de nuestras vidas, se empezó a volver doloroso. El mundo afuera, se comenzaba a teñir de los colores más diversos y se escuchaba el sonido de cajas que eran arrastradas, y puertas que se abrían y se cerraban.
Entonces, ella dijo que se tenía que marchar, que la esperaban y, no sé si por amor, por agradecimiento o por nostalgia, me besó en los labios y yo correspondí a su beso, como lo había hecho tantas veces, deseando que el tiempo no hubiera transcurrido: cerrar los ojos y que, al abrirlos, siguiéramos siendo tan jóvenes, felices y despreocupados, como lo habíamos sido en aquel entonces.
- ¿De veras hubieras brincado? – me preguntó.
- No sé - le dije -. Creo que sí.
De pronto, nuestras palabras fueron rotas, como si las hubiera cortado un cuchillo. La sirena de una ambulancia que corría lejana, quién sabe dónde, rompió el silencio de la madrugada, provocando una angustia que estremeció todo mi ser, y tuve miedo porque, siempre que escucho ese sonido, pienso en los estudiantes muertos que eran trasladados, en ambulancias, hacia el campo militar, y en los padres que se quedaron esperando a sus hijos que no volvieron jamás.
Hubiéramos querido permanecer así, solos los dos, desnudos de todo, tratando de agotar nuestra existencia en ese vano intento de sobrevivir unidos; quedarnos para siempre aquí, con esta paz, esta presencia, sin enfrentar el desaliento de tener que abrir la puerta y dar explicaciones a la gente.
Sin embargo, los menesterosos: jóvenes, mugrosos y harapientos, que nunca tendrían otra oportunidad; los mayores, llevando en sus manos las botellas con el agua jabonosa y, los más pequeños, con la pintura esparcida sobre sus rostros de niño, ya estaban ahí, para echarnos, a la cara, esa injusta realidad que había allá afuera.
Ella abrió la puerta. Había una pequeña luz al final del camino, una nueva esperanza bullía en nuestras mentes y el corazón palpitaba de manera diferente.
- ¿Nos volveremos a ver? – le pregunté.
- No sé – contestó -, tal vez.
- Pero, ¿cuándo? - pregunté -, ¿dónde?
- No sé – dijo -. Algún día, en algún lugar del mundo.
- ¿Cuándo? – insistí -, ¿cuándo?
Pero ya no me respondió.
GGM, HCM, EVE, JEP, DM
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