Gabriel García Márquez. Foto Archivo. |
Por Elios Edmundo Pérez Márquez *
I Parte
I Parte
Para Gabriel García Márquez que,
si viviera, el día de hoy,
cumpliría 90 años de edad.
Lunes 6 de marzo de 2017
Conocí a Gabriel García Márquez, allá por 1978 cuando, en su calidad de periodista, visitó las oficinas del Partido Mexicano de los Trabajadores (PMT), ubicadas en el octavo piso de Bucareli 20. Venía acompañado de Bernardo García, editor en jefe de “El Manifiesto de Colombia”, quien había llegado a México para realizar una serie de entrevistas con algunos personajes relevantes de la vida política latinoamericana; algunos, nacionales y otros que, por diversas razones, vivían en nuestro país.
Radicado aquí desde hacía mucho tiempo, conocedor del entramado político mexicano y, según lo dijo en el transcurso de la entrevista, fue el propio García Márquez quien sugirió a Bernardo García que entrevistaran a Heberto, ingeniero, inventor, articulista del diario Excélsior, preso político por su participación en el movimiento estudiantil de 1968 y quien, junto con otros luchadores sociales, había impulsado la creación y era Presidente del PMT, un partido nacionalista, de auténtica oposición, “capaz de dirigir a los explotados en la histórica lucha contra sus explotadores”.
Además, por esos tiempos, Heberto había impulsado la defensa de nuestros recursos naturales, especialmente, el petróleo, y sostenía un fuerte debate con funcionarios del gobierno de ese entonces, basado en una teoría que, a la fecha, sigue vigente: “el petróleo crea riqueza donde se consume, no donde se produce”. Esos razonamientos, aunados a la brillante trayectoria del ingeniero, habían conmocionado a la opinión pública nacional y le habían traído un amplio reconocimiento internacional.
Era un entrevista secreta, pactada a las siete de la noche pero, como suele suceder en estas situaciones, alguien se fue de la lengua, la información se filtró y muchos nos enteramos; particularmente, Rodolfo Torres y yo quienes, al filo del mediodía, nos dimos a la tarea de visitar alguna librería del centro, para comprar un libro de Gabriel García Márquez, esperando obtener un autógrafo pero, por increíble que parezca, nos costó mucho trabajo encontrar uno.
Visitamos las viejas librerías de las avenidas Hidalgo, Juárez y San Juan de Letrán; las calles de López, Dolores y Villalongín, pero nada. No había un solo libro de GGM, ni nuevo ni viejo y, quién sabe por qué, pero la Librería de los Trabajadores, ubicada en la calle de Independencia, se encontraba cerrada y las Brigadas que, todos los días, nuestros compañeros instalaban alrededor de la Alameda Central, esta vez, no estaban. Y fue hasta una pequeña librería de Balderas, cuando ya veníamos de regreso, muy desilusionados, donde conseguimos dos ejemplares del “Relato de un Náufrago”; los compramos y regresamos a toda carrera, porque ya era muy tarde.
El caso es que, mucho antes de la siete de la noche, Rodolfo y yo estábamos apostados en el sexto piso de Bucareli 20, junto al elevador, a la espera de nuestro distinguido visitante, con nuestro libro bajo el brazo, para recibir el valioso autógrafo. Por supuesto, no éramos los únicos. Veladamente, algunos dirigentes del PMT y uno que otro militante, se asomaban de cuando en cuando, para ver si ya había llegado y, por lo menos, saludarlo y estrechar su mano.
Heberto Castillo Martínez, ingeniero de profesión, veracruzano de origen, revolucionario por convicción, casado, padre de cuatro hijos, llegó puntual a la cita y no le extrañó la presencia de tanta gente. Aunque lo hubiera querido ocultar, la visita de tan distinguido personaje inundaba el ambiente: olía como a guayabas.
Tampoco le extrañó verme con la cámara fotográfica colgada al cuello. Además de tener mi trabajo, yo era el fotógrafo oficial y responsable de distribuir la revista Insurgencia Popular, órgano de difusión del PMT, y ahí, en el octavo piso, teníamos montado un cuarto oscuro para revelar fotografías en blanco y negro.
Minutos después, con botas, pantalón y suéter negros, y una chamarra a cuadros negros y rojos, llegó Gabriel García Márquez, acompañado de Bernardo García, y saludaron de mano a todos los presentes, mientras yo activaba la cámara e intentaba captar el rostro sonrojado de Eduardo Valle, el Búho; la sonrisa de oreja a oreja de Rodolfo y las actitudes nerviosas de todos los demás. Me extrañaba no ver a Moscoso, a José Luis, a Flora y Saúl, a Lalo, al doctor Pineda, ni a Alfonso Rodríguez. Seguro que estarían encantados. No cabía ninguna duda: “de lo que se estaban perdiendo” y, después, lo iban a lamentar mucho.
Me acerqué a García Márquez y le entregué el ejemplar del “Relato de un Náufrago”, para que me concediera un autógrafo y, en su sonrisa franca y fresca, descubrí que, en efecto, ver que sus libros eran leídos por jóvenes como Rodolfo y yo, le producía una emoción que, sólo quien tiene el oficio de escritor, puede sentir.
Seguí tomando fotos y, cuando el ingeniero saludó a Bernardo García, Gabo se acercó a mí y me preguntó si era posible que yo permaneciera durante la entrevista, para tomar unas fotografías de Heberto. Por supuesto, dije que sí pero lo consulté con el ingeniero, quien aceptó de buen grado que yo estuviera presente en la entrevista; mas no así con Rodolfo, a quien dirigió una severa mirada cuando intentó colarse, y no le quedó más remedio que desistir de su intento.
La entrevista transcurrió sin contratiempos, con un Heberto certero, fluido, ameno, enciclopédico; un Gabo, atento, cordial, afable, extremadamente sencillo, y un Bernardo, alegre, contentísimo, pendiente de la grabadora y de dónde tenía que tirar la ceniza de su cigarrillo, pues era el único que fumaba y no había un cenicero.
La fotografía, decía mi inolvidable maestro Jorge Ríos, es magia. Aunque, prácticamente, todo ya ha sido fotografiado, lo que hay que hacer es fotografiarlo desde otro ángulo, una y otra vez. Todo se puede hacer con la fotografía; escribir con la luz y con las sombras: el crepúsculo y el amanecer, el nacimiento de una flor, el vuelo de un ave, la sonrisa de una mujer, el primer paso de un niño, una lágrima de adiós, una mirada furtiva.
Gabriel García Márquez, colombiano, escritor, casado, padre de dos hijos, tenía exactamente la edad que representaba: 51 años cumplidos: uno más que Heberto Castillo y, sin embargo, se veía mucho más joven. Y es que la cárcel y la tortura, aunque fortalecen el espíritu, acaban con el físico de cualquiera. Y esas dos edades las captó una fiel Pentax, en las fotografías que se publicaron en El Manifiesto de Colombia, y en una que, medio rota y maltratada, sobrevivió y fue rescatada de entre los escombros de Bucareli 20, luego de los sismos de septiembre de 1985, y que el día de mañana se publicará en este mismo espacio.
MUCHOS AÑOS DESPUÉS…
II Parte y última
Todo iba bien. Heberto respondiendo ampliamente a las preguntas que le hacían Gabo y Bernardo, mientras yo, experto en la materia, accionaba el disparador de la cámara, intentado captar las mejores imágenes.
Y, entonces, sucedió. De pronto, como si se me hubiera revelado un gran secreto largamente guardado, me di cuenta de que me encontraba en presencia de uno de los personajes más enigmáticos del siglo XX: el hijo del telegrafista de Aracataca; el esposo de Mercedes; el amigo personal de Fidel Castro, de Pablo Neruda, Carlos fuentes y Julio Cortázar; el enemigo declarado de Pinochet: un escritor fuera de serie; precursor del realismo mágico latinoamericano; autor de una novela, publicada en 1967, que había marcado a toda una generación, de éste y del otro lado del planeta: una novela grandiosa, llena de magia y alegorías, y que, según él mismo decía, “sin saber por qué, se seguía vendiendo como salchichas”.
Me puse muy nervioso. Era demasiado para mí. En efecto, en aquel entonces, Gabriel García Márquez era tan popular como un futbolista, como un boxeador o un beisbolista, y su presencia en lugares públicos ocasionaba tumultos. Todo hijo de vecino, que se respetara a sí mismo, tenía que haber leído ya, alguno de sus libros. Los medios de comunicación, la prensa, el radio, la televisión, lo querían entrevistar; todo lo que decía era noticia. Los directores de cine, de todo el mundo, querían comprar los derechos de sus obras para hacer películas; los actores y actrices querían interpretar sus personajes; los nuevos escritores querían escribir como él, y todo el mundo quería leer sus libros. Y eso que llevaba varios años sin publicar.
Era demasiado privilegio para mí, un joven fotógrafo de 25 años, que en 1969 había leído, por primera vez, Cien Años de Soledad; un libro que, como a todos los jóvenes de mi generación, además de marcarnos, nos hizo voltear hacia nuestros pobres países, llenos de historias y leyendas, de tradiciones y costumbres; una espléndida novela que, veinte años después, este servidor, convertiría en un cuento infantil y se lo contaría mis hijos para que tuvieran una idea, poética y aproximada, de cómo se inició el mundo.
Y eso no fue todo. Terminada la entrevista, García Márquez me preguntó si podía tomar unas fotografías a los otros personajes que entrevistaría. Claro que acepté y, además del ingeniero Castillo, tuve el gusto de retratar a Theotonio Dos Santos, economista brasileño; a Pedro Vuskovic, ministro de economía en el gobierno de Salvador Allende, y a Valentín Campa, candidato del Partido Comunista Mexicano (PCM) a la presidencia de la República, en 1976.
La memoria es caprichosa. A veces, nos permite recordar cosas que ya creíamos olvidadas para siempre y, otras veces, nos hace olvidar cosas que siempre quisiéramos tener presentes. Tengo muy presente el día que llegué a entregar mis fotografías. Lo tengo muy presente porque, además de que me pagaron un buen dinero por ellas, me enteré de la verdadera razón por la que, dos años antes, sin motivo aparente, Mario Vargas Llosa propinó un puñetazo en pleno rostro a su hasta entonces amigo Gabo, y le dejó el ojo morado.
Por si esto fuera poco, fue la primera vez que escuché el relato de unos niños que, por las noches, dentro de su casa, navegaban en una canoa y, un día, amanecieron ahogados en un océano de luz. He leído muchas veces el cuento “La luz es como el agua”, que se publicó como 20 años después. Sin embargo, a mí, me gusta más, me suena más, tal y como lo escuché aquella noche en voz de su autor, pero esa… es otra historia, al igual que los comentarios que GGM me hizo, después ver mis fotografías.
Considero un buen momento volver a publicar este relato, como un sentido homenaje al gran Gabriel García Márquez que, si viviera, el día de hoy, 6 de marzo, cumpliría 90 años de edad. Sí. Por la literatura, la congruencia y la libertad de expresión (y, si me lo permiten, por la fotografía). Hasta siempre, Gabo.
*eliosedmundo@hotmail.com
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