Las escenas del genocidio en Gaza quiebran el alma del mundo. Son parte ya del vergonzoso prontuario de nuestra especie. Junto a las de los niños huyendo del napalm en Vietnam, junto a las de Hiroshima y las de Auschwitz. Serán guardadas en el acervo del dolor.
Imagen: BBC |
Viernes 17 de noviembre de 2023
La primera lección de justicia me la dio mi padre. Hace
muchos años ya, en esa infancia que parece un sueño. Caminábamos de noche
regresando a casa y me señaló a un hombre buscando entre la basura. Yo quería
volver a mis juegos de niño, pero él insistió en mostrármelo. Observé una
escena grotesca: el hombre de barba larga y ropa sucia encontró el envoltorio
de una paleta o helado, y comenzó a lamerlo. “¿Ves, Fede? -me dijo mi viejo-,
por eso peleamos, para que todos tengamos algo de comer, para que ninguna
persona tenga que perder así su dignidad”. Allí entendí, mucho más que con cualquier
teoría, cuál era el corazón de la generación de mis padres, que decidió poner
en juego su propia vida para darle a la justicia otra oportunidad.
Ante las heridas que podemos causarnos los seres humanos,
siempre surge, “porque soy como el árbol talado que retoño”, eso otro que
también somos: seres capaces de sentir el dolor ajeno.
Esa cualidad, que nos hace tan humanos como nuestra
propensión homicida, salta en los momentos de mayor nihilismo para que no caiga
doblegada la esperanza.
Las escenas del genocidio en Gaza quiebran el alma del
mundo. Son parte ya del vergonzoso prontuario de nuestra especie. Junto a las
de los niños huyendo del napalm en Vietnam, junto a las de Hiroshima y las de
Auschwitz. Serán guardadas en el acervo del dolor.
Pero mientras una casta envejecida, codiciosa y asesina
gobierna eso que llaman “occidente”, los gobernados han salido a poner de pie a
la esperanza. Están llenas de consciencia las calles del planeta. A pesar de
las amenazas de represión que quieren imponer las democracias europeas y
norteamericanas a sus ciudadanos, las banderas de palestina llenan estadios,
avenidas, estaciones de tren, embajadas. Cientos de miles de personas han
dejado de creer en las justificaciones del genocidio. La evidencia viaja más
rápido que la literatura del engaño. Estos líderes, aunque no vayan a perder
sus puestos mañana, ya no pueden poner un muro entre la evidencia y la
sociedad. Y eso no es poca cosa. Cuando caen las narrativas las sociedades
cambian.
Como muy bien dice el comunicador egipcio Bassem Youssef,
cuya ironía es un trago de decencia en estas horas de espanto: “en tres semanas
Israel corrompió moralmente a occidente como ningún otro”.
Cada héroe que hoy se juega el trabajo, su lugar en la
comunidad, o incluso la vida intentando detener barcos que llevan armas a
Netanyahu, o boicotean a marcas como Mac Donalds que apoyan a
los perpetradores del crimen, renuevan el coraje de aquellos que no se resignan
a bajar la mirada. Quiebran el fatalismo que nos ha sido inyectado en la
voluntad por la cultura del individualismo y la indiferencia. Como el ejemplo
conmovedor de tantos judíos que, dentro y fuera de Israel, gritan: “no en
nuestro nombre”.
Imagen: BBC |
Es claro: marchamos por la causa palestina. Pero, pensaba,
hoy marchamos en todo el mundo por algo más: por la humanidad misma. Hoy
marchamos con una pregunta en la boca: ¿quiénes somos? ¿vamos a dejar que el
destino quede en manos del animal fratricida? ¿o vamos a darle una oportunidad
a ese otro animal que también llevamos dentro?: el que siente el dolor ajeno.
Porque, aunque los racistas que han justificado hoy el asesinato y la
mutilación de miles de niñas y niños palestinos puedan sabotear la justicia, no
podrán cancelar esa terca esperanza, que siempre vuelve cuando ya la creíamos
perdida.
Ayer marchamos por las mismas razones que una vez tuvo la
abuela de la cineasta israelí Hadar Morag, sobreviviente del holocausto. Esta
maravillosa mujer entendía de dignidad: cuando le ofrecieron en Israel una casa
para vivir frente al mar, se negó a aceparla al darse cuenta que, apenas
semanas atrás, había sido la casa de una familia árabe. Allí estaban los platos
y los juguetes, y las cosas de otras personas. Y entonces dijo: “Nunca le haré
a nadie lo que me hicieron a mí”.
Hace tiempo, en circunstancias que parecen otras, pero son
en el fondo las mismas, Miguel Hernández escribió:
Porque donde unas
cuencas vacías amanezcan,
ella pondrá dos
piedras de futura mirada
y hará que nuevos
brazos y nuevas piernas crezcan
en la carne
talada.
Retoñarán aladas
de savia sin otoño
reliquias de mi
cuerpo que pierdo en cada herida.
Porque soy como el
árbol talado, que retoño:
porque aún tengo
la vida.
Texto transcrito con autorización del músico y analista Federico Bonasso, publicado en la Revista Consideraciones.
Fechado el 6 noviembre, 2023 / Original en: https://bit.ly/47kuhjq
Ra.
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